Creencias, mitos y miedos vinculados a la evaluación.
En distintos contextos, sean estos escolares, laborales e incluso sociales, escuchamos comentarios como “Uy, mañana tengo evaluación”, “Me han pedido que rinda un examen, ¿qué hago?” o hasta “¿Cómo que me van a evaluar?, ¡yo soy una persona muy capaz!”. Lo cierto es que la sola idea de una evaluación muchas veces dispara en nosotros inseguridad, temor y hasta fastidio. Pero, ¿a qué se debe este miedo a ser visto por otros con ojos críticos? Una posible respuesta podría ser que no hemos instalado, tanto a nivel personal como social, una práctica de evaluación que nos permita recoger insumos destinados a mejorar permanentemente nuestro desempeño.
La evaluación, concebida tradicionalmente, tiene como objetivo evidenciar los defectos, errores o fracasos del evaluado, a fin de sancionar de diversas formas la desviación respecto del estándar de calidad deseado. Ello, lógicamente, trae como consecuencia temor al proceso de evaluación y desconfianza respecto de quien observa nuestro desempeño, ya que, probablemente pensemos que estará esperando que nos equivoquemos.
Frente a esta situación, podemos encontrar otro enfoque muy distinto: maestros, estudiantes, ciudadanos con perfiles diversos, usuarios activos de la evaluación, personas que no solo están acostumbradas a ser evaluadas, sino que además demandan y generan estos espacios de manera permanente y en favor de procesos constructivos. A esto se le llama “cultura evaluativa”, es decir, la práctica frecuente de la evaluación como herramienta que favorece un análisis crítico del desempeño y evidencia tanto fortalezas como debilidades de quienes son evaluados.
Pero, ¿cómo instalamos en nuestro contexto una cultura de la evaluación? Consideremos a la cultura de la evaluación como una ecuación donde el producto resultante debe ser siempre información útil y relevante para la toma de decisiones de mejora. Los insumos necesarios para la formación de esta cultura son de dos índoles: personal y social.
La primera atañe al individuo y se vincula con el compromiso respecto de lo que hace, es decir, con la motivación autónoma, aquella que nace de uno y que no necesita un incentivo externo. Así, una persona comprometida con lo que hace no requiere de la evaluación de un otro para mejorar. Es muy probable que ella misma vaya autoevaluándose en forma permanente. Sin embargo, la visión de uno sobre su propio desempeño es siempre parcial y subjetiva. Por ello, el otro elemento imprescindible es social.
Una sociedad que instala en su propia dinámica de vida procesos permanentes de evaluación formativa crea condiciones que favorecen la reflexión sobre el desempeño tanto de los sistemas como de las personas. Es decir, se compromete tanto con los niveles macrosociales como con los personales. Para ello, instala mecanismos que generan un clima de confianza en todos sus ciudadanos. Asimismo, está preparada para el uso oportuno y responsable de la información que genera. Es decir, no basta hacer un diagnóstico que indique cómo estamos, sino que es necesario usar esa información para tomar decisiones que permitan generar cambios.
En el terreno de la educación, los procesos de evaluación, sean estos externos o internos, de aula o de sistema, de los procesos de aprendizaje, de las prácticas pedagógicas, de la gestión, etc., deben emprenderse con vistas a la toma de decisiones y al uso de la información con propósitos formativos que involucren a diferentes instancias de responsabilidad. Esta es una tarea en la que todos debemos comprometernos y por la que todos debemos apostar, ya que es la mejor manera de aportar a la tan deseada mejora de la calidad de nuestra educación.
Unidad de Medición de la Calidad Educativa19 de setiembre de 2014
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